lunes, octubre 15, 2007

Un Gran Discurso



EL MUNDO QUIERE UN SALVADOR

Yo le agregaría a este titulo: "Y ya lo tiene"
Porque el mundo necesita un salvador.

Lo veo cada día con mayor claridad. Lo veo al leer los periódicos. Lo veo al hablar con la gente. Lo veo al mirar a mi alrededor. Lo veo al mirarme a mí mismo y al reflexionar sobre mis deseos, proyectos e inquietudes. Lo veo cuando me embriago con las grandes composiciones de la Música y del Arte, o al leer los versos más bellos y las páginas más hermosas de la Literatura. Y lo veo cuando miro al horizonte, al firmamento, a la noche y al día: quiero un salvador. Y rezo para que ese salvador venga.

Soy cristiano, y por tanto creo que el Todopoderoso, cuyo nombre trasciende todo nombre y que tratamos de entender mediante categorías humanas, aunque desborde todo pensamiento y toda voluntad, nos envió la salvación por medio de Cristo-Jesús.
Pero también creo que la salvación no se agota en ningún tiempo, en ningún lugar y en ninguna persona.
Jesús continuará viniendo... Jesús ha venido más veces.(esta con nosotros en su Espiritu Santo)

Los cristianos, de hecho, creen en la futura venida de Cristo, en la Parusía, en la consumación de los tiempos. Las escatologías de las grandes religiones no siempre han concebido un más allá, una vida que supere a la presente. En el Antiguo Testamento difícilmente se encontrará dicha noción hasta bien entrada la época helenística (en los libros sapienciales más tardíos).
Pero hoy en día, para cualquier persona religiosa, resulta enormemente complicado concebir una relación con el Absoluto, si es que existe (yo deseo creer que sí).

Y es que queremos vivir eternamente. Quiero vivir eternamente.
Y no puedo renunciar a ese deseo. Podrá considerarse un acto de cobardía, de incapacidad de asumir que todo tiene un comienzo y un fin, y de que los seres humanos regresamos a “nuestra patria”, a los elementos naturales que la enigmática dinámica evolutiva ha llevado hasta donde están ahora.
La muerte, decía Marx, es el triunfo del género sobre el individuo, de lo que supera la singularidad sobre la singularidad misma. Pero a mí me resulta insuficiente.
Quiero vivir para siempre.
Quiero disfrutar de eso que llamamos amor, y que sabemos qué es, por siempre.
Quiero que esos momentos de felicidad casi infinita se perpetúen.
Quiero no tener preocupaciones, como las aves del cielo o los lirios del campo de los que habló Jesús de Nazareth en el Sermón de la Montaña, viviendo de una misericordia que colme todos los deseos buenos que los hombre y mujeres albergan en sus corazones.
Quiero luz, como Goethe, que anegue mi espíritu. Sea o no un mito, un cuento de hadas, un sueño, lo quiero.
(perdona C. Blanco que quie unas cuantas lineas de filsofia humanista )(w.s.a.o.)
En el mundo hay sufrimiento, desolación y tristeza.
También hay alegría, y uno puede ser inmensamente feliz. Pero nada sacia, porque siempre hay una estela de muerte que nos asusta. Si uno se parase a pensar sinceramente en ello, probablemente optaría por el suicidio.
¿Para qué esforzarse por algo, si todo va a acabar?
¿Para qué disfrutar, si mañana se habrá pasado y en breve moriré?
¿Para qué amar, si los amores nunca son del todo correspondidos y siempre defraudan?
¿Para qué crear, innovar o descubrir?
¿Para qué pensar o interrogarse sobre el mundo, los seres humanos o la Historia?

Los momentos son fugaces... Todo pasa, y poco queda. Uno puede haber triunfado y alcanzado cotas de éxito, reconocimiento y auto-realización más allá de todo lo imaginable, pero:

¿qué pasa después?

Recuerdo que hace varios años tuve la oportunidad de asistir a una predicación del abad de Westminster Abbey, en Londres, el Dr. Wesley Carr, quien lanzó una inquietante pregunta a los asistentes que le escuchaban bajo los impresionantes techos de ese milenario edificio en el corazón de Inglaterra: And then? And then? And then? Y es que el ilustrado teólogo anglicano (al que también pude ver en un debate sobre ciencia y religión con el reputado científico y ateo militante de Oxford Peter Atkins) se había hecho una composición de lugar:
alguien puede aspirar a finalizar sus estudios para lograr un buen puesto de trabajo, o para fundar una gran empresa, o para ser un gran investigador y ganar el premio Nobel. ¿Y luego?
Alguien puede querer imitar a Bill Gates o a Albert Einstein, ¿y qué más? ¿Estaríamos completamente satisfechos siendo Bill Gates o Albert Einstein?

¿Lo han estado ellos, pese a su dinero, su poder o su inteligencia? Ellos también mueren, como nosotros, como tú y como yo.


Es una certeza inquietante, compartida por las grandes culturas y religiones, que ha inspirado multitud de cosmovisiones y de filosofías.

Y es que la muerte es la realidad más democrática y universal que existe, y afecta a todos: ricos y pobres, justos y pecadores, brillantes y mediocres... La muerte supera toda dialéctica. Y también el sufrimiento y la insatisfacción. Nadie les es ajeno.

Todo pasa...

Imaginémonos que hoy por la noche pudiésemos cenar en el lugar más idílico del mundo con la persona que más nos gustase conocer.
O imaginémonos que fuésemos invitados a la Casa Blanca.....

Unas horas de magia y de esplendor... y en breve se habrán pasado. Volviésemos o no a una cruda o a una favorable realidad, todo acabaría pasando.

Los amores platónicos también mueren. Las grandes amistades también cesan. ¿Qué queda?

¿Hay algo de consuelo ante la fugacidad del mundo, del placer y de los bienes?
Por un tiempo pensé que el único consuelo era el conocimiento, que nos abre a mundos casi infinitos y que nos sacia más que las riquezas o que el poder, porque el ser humano es, más que nada, un ser que se comunica, y sin conocimiento no hay comunicación, no hay posibilidad de compartir ideas, inquietudes o esperanzas. Pero tampoco nos colma, aunque no veo nada que lo supere como elemento humanizador.
No hay plenitud en el conocimiento. Siempre podríamos saber más y mejor, y aunque lo supiésemos todo.
Dudo que pudiésemos compartirlo todo con nuestros seres más queridos o con nuestros mejores amigos: seguiríamos estando solos, nos tendríamos que reservar muchos conocimientos para nosotros. Y lo que más nos horroriza es la soledad.
La soledad, el aislamiento, la indiferencia o el desprecio nos carcomen y generan odio en nuestros corazones.

La Historia es, en gran medida, expresión de un esfuerzo constante de hombres y mujeres a lo largo de los siglos por vencer la soledad, por construir sociedades, instituciones, ciencias y religiones para no verse solos en este mundo, en este gigantesco espacio perdido en un extremo de una galaxia.
La Historia es suma de los esfuerzos para vencer esa “depresión cósmica” que en ocasiones puede asolarnos.
La Historia está hecha de necesidades fácticas, indudablemente, que han conducido a guerras, enfrentamientos o alianzas. Pero detrás de esas necesidades hay también un ansia de superar la soledad.
Los seres humanos quizás hubieran sobrevivido sin formar sociedades. Habrían sido menos exitosos como especie. No habrían llegado donde han llegado. Pero también podrían haber sobrevivido reduciendo los lazos a las necesidades mínimas (las funciones básicas: reproducción, nutrición, conservación).
En cambio, hemos construido sociedades.
¿Por qué?
¿Por una mera razón de éxito evolutivo? Pero ese éxito está asociado a la huida de la soledad, a la percepción de que uniéndonos encontramos un cierto consuelo ante los problemas de este mundo.
Si Alguien nos escucha más allá de este mundo en el que todo comienza y todo termina, si Alguien contempla el desasosiego, la fatalidad, la incompletitud, el dolor y la alegría, el triunfo y el fracaso, nuestras ansias y nuestras frustraciones... que atienda nuestra súplica.

El mundo quiere un salvador. Quiero, Señor, si existes (y lo creo), la salvación, y entono mi clamor con el Apocalipsis a Quien lo escuche: ¡Ven, Señor!

¡Maranathá!

Y que nosotros mismos seamos también “salvadores” para quienes nos rodean.


Sálvanos, Señor, de este mundo, pero esforcémonos también nosotros por construir un mundo nuevo donde prime el ser y no el tener.

CARLOS BLANCO